Entre los objetivos de desarrollo del milenio establecidos por las Naciones Unidas está la disminución de la mortalidad infantil en menores de 5 años (1). Sin embargo, al analizar de forma más detallada cuáles son los fines que persiguen dichos objetivos y tomando en cuenta que éstos representan las necesidades humanas y los derechos básicos que todos los individuos del planeta deberían poder disfrutar (ausencia de hambre y pobreza extrema; educación de buena calidad, empleo productivo y decente, buena salud y vivienda, el derecho de las mujeres a dar a luz sin correr peligro de muerte; y un mundo en el que la sostenibilidad del medio ambiente sea una prioridad, y en el que tanto mujeres como hombres vivan en igualdad), quedan interrogantes y quizás anhelos con tintes utópicos.
En este orden de ideas, la labor de los médicos en particular y de todos aquellos que intervienen en el tratamiento de cualquier enfermedad, pero en especial, de aquellos que intervenimos en los niños con cáncer, tenemos una responsabilidad que no sólo radica en el diagnóstico, apropiada remisión, tratamiento y seguimiento de estos niños; sino también, en la obligación de promover todos los mecanismos y herramientas en la búsqueda del cumplimiento de dichos objetivos. Es decir, no sólo ser los formuladores de una receta “mágica” que busque la cura de estos niños.